Caminaste mucho ese día, casi sin dormir y hambriento. Habías llegado esa misma madrugada a la milenaria ciudad de Jerusalén, y recorriste sus calles empedradas desde tan temprano que los vendedores no habían aún abierto sus puestos, y ni siquiera los gatos que abundan en la ciudad mostraban interés en desperezarse.
‘Que ciudad tan hermosa’, pensaste, mientras imaginabas a los muchos cristianos en peregrinación que desde cientos de años atrás deben haber tenido ese mismo pensamiento a su llegada a Jerusalén. Respiraste historia y espiritualidad mientras caminabas admirado por la legendaria ciudad de piedra. Conforme transcurría el día viste como la ciudad se llenaba de personas de todos los orígenes, europeos, asiáticos, africanos, se mezclaban en las callejuelas de la vieja ciudad, entre los sonidos, colores y olores que emanaban de las tiendas y los ambulantes que ocupaban casi todas las vías.
Antes del crepúsculo, llegaste a la Iglesia del Santo Sepulcro, donde el Cristo fue sepultado para resucitar al tercer día. Fuiste testigo de la devoción de muchos cristianos que con sus rezos agradecían a su Dios haberles permitido llegar al mismo lugar en el que se dieron los acontecimientos que dieron inicio a su fé. Al verlos, compartiste su emoción, y elevaste una oración agradeciendo también.
Recorriste la Iglesia, sus naves, sus atrios, y justo antes de salir, viste una escalera con la placa: Gólgota, y la frase del Evangelio de Juan resonó en tu cabeza:
“… y allí le crucificaron, y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio.”
Caíste de rodillas ante el atrio, y el fuego ardió en tu interior, quemando la pesada carga que aún contenía y transformando en cenizas los errores del pasado. Levantaste la mirada agradecido, y en tu consciencia viste el mensaje que las cenizas habían impreso en tu corazón: “levántate y camina, has sido perdonado.”